Por Diego Rosete Sosa
Quien ha experimentado un viaje astral
suele describir el extraño «cordón de plata»
que une su cuerpo físico con el psíquico.
Ese hilo sutil mantiene la conexión entre ambos.
Ahora voy a narrarles el modo en que me convertí en fantasma. Sucedió una noche cuando se fue la luz en toda la ciudad a consecuencia de fuertes corrientes de viento que soplaban avecinando el invierno. El entorno era verdaderamente oscuro. Sólo el sonido, en sí mismo terrible, de objetos chocando o deslizándose a gran velocidad por las calles, resultaba suficiente para desvelar a un muerto. Sin embargo, el sueño pudo más y terminé derrumbado sobre el sofá.
Mi primera impresión al abrir los ojos fue la de una enorme claridad, únicamente comparable con la claridad que mana sobre el mundo luego de un eclipse de sol. La llegada del día me pareció de inmediato sospechosa, dada su prontitud. Para un hombre que adora dormir y disfrutar de prolongados y vigorosos sueños es muy raro pasar la noche de largo y tan velozmente. Por otra parte, era bueno saberse al margen de la horrible penumbra y el viento de la víspera. Y al mismo tiempo extraño, pero nunca me había sentido tan relajado y lleno de energía como aquella ocasión. Me sentía como si hubiera dormido semanas y despertara para afrontar una rigurosa manda. Cada músculo de mi cuerpo parecía revitalizado; mis sentidos estaban mucho más agudos, yo diría dispuestos a confrontar la realidad con gran entereza. Así me incorporé lentamente del lecho provisional, acercándome a la ventana para degustar estrechamente de aquella poderosa mañana.
La sorpresa y el asombro se agolparon en mí de forma súbita al mirar que, a través del impecable cristal, la luna y las estrellas -flotando en un oscuro y dócil cielo- permanecían vigilantes e intactas. Tres pasos involuntarios me hicieron retroceder, y me volví maquinalmente de frente al sofá. Una silueta humana yacía en él cubierta con una gruesa cobija. Acercándome a ella, con sumo cuidado empecé a descubrirla. Era definitivamente yo, dormido. Creíme de inmediato resuelto en una especie de trampa onírica; “es sólo cuestión de tiempo para despertar“, pensé. Sin embargo, a medida que los minutos corrían, una enorme curiosidad comenzó a invadirme. Me acerqué un poco más a aquel cuerpo inmóvil, observando cada uno de sus rasgos en detalle. No era para nada como mirarse en un espejo, era como mirarse frente a frente, sentir la vibración y los latidos de un cuerpo al mismo tiempo ajeno y propio. Era la magia de un desdoblamiento inesperado, y yo, graciosamente, tumbado ante mi, sumido en un instante de profunda inconciencia.
Todo estaba silencioso y en calma. Entonces, de un momento a otro, movida por un brusco pero genuino impulso, aquella masa corpórea cobró conciencia de sí, clavando en mi rostro sus ojos incrédulos y aún somnolientos, lanzando seguidamente un grito de terror y alzándose de un brinco. Conteniendo un momento su miedo, preguntó con voz temblorosa:
-¿Quii…énn ees uss…ted?
Entonces respondí con seriedad:
-Yo soy tú.
Fue suficiente la expresión en su rostro para percatarme de su incredulidad. Ahora yo también estaba desconcertado. En el primer intento de acercarme, aquél cuerpo autónomo y alienado volvió a gritar, emitiendo un ronco chillido, ahora con más fuerza. Un impulso ambiguo lo arrojó fuera del aposento, y no tuve más remedió que ir detrás de él.
Ignoro cuanto tiempo duró la persecución. Fueron calles y calles, cada una de ellas familiar para mi. En cualquier otro sueño, la duración del trayecto hubiera significado una ráfaga. Sin embargo, hasta el momento todo parecía tan real que me fue muy difícil seguir confiando la circunstancia a una experiencia onírica extravagante. Comenzaba a darme cuenta que aquella pesadilla implicaba un desenlace nefasto para ambos.
Finalmente nos detuvimos en lo alto de un edificio. La marcha de escaleras había minado por completo sus energías. Yo continuaba intrigado con su escepticismo, pero no pretendí generarle más conflictos de los ya evidentes. Sólo deseaba acercarme con la idea de que al fin pudiera reconocerme y acabáramos de una vez con este absurdo juego; en cambio, las cosas se complicaron al extremo, pues al intentar hacerlo, él retrocedió hasta quedar en uno de los vértices. Sus últimas palabras antes de caer al vacío zumbarán en mi cabeza por toda la eternidad:
-¡Aléjate de mi…!
Lo que pasó después es sólo asunto de morbo: los transeúntes arremolinados en torno al cuerpo desecho; las ambulancias, los agentes y el peritaje; las llamadas por teléfono a familiares y amigos consternados; la morgue y la autopsia de rigor; la cremación y la pompa fúnebre…
Todavía me sigo preguntando si la causa de mi muerte se debió a aquella tremenda caída o si morí un poco antes, justo en el momento de despertar.
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