por José Manuel Villalpando
En el año de 1810, Miguel Hidalgo convocó a los mexicanos a levantarse para acabar con la opresión y alcanzar la libertad, al grito de ¡Viva la Independencia!, que significaba la esperanza de un futuro mejor, y al grito también de ¡Muera el mal gobierno!, que representaba la inmediatez de los sufrimientos del pueblo.
Al cura de Dolores se le unieron miles de mexicanos por todo el territorio, encabezados por Ignacio Allende, Juan Aldama, Josefa Ortiz de Domínguez, Mariano Jiménez, José Antonio Torres, José María González de Hermosillo, Ignacio López Rayón, José María Mercado, Francisco Osorno y José María Morelos y Pavón.
Al lado de este último, el Siervo de la Nación, los más distinguidos mexicanos de entonces resolvieron luchar para alcanzar la meta de la libertad, guiados por el espíritu inspirador de su Generalísimo. Así, cerraron filas en torno de él personajes inolvidables como Hermenegildo Galeana, Nicolás Bravo, Mariano Matamoros, Guadalupe Victoria, Andrés Quintana Roo, Leona Vicario y Vicente Guerrero.
Todos ellos, desde que Hidalgo gritó en Dolores, decidieron sacrificar hasta la vida con tal de conseguir la Independencia, a la que entendían como el medio indispensable para alcanzar un objetivo superior y la razón de ser del movimiento insurgente: ser libres para poder mejorar y aumentar la calidad de vida de los mexicanos.
Pensaban que la dominación española era el obstáculo que impedía el progreso y la igualdad, el reparto de las riquezas de nuestro suelo y la distribución justa de sus beneficios materiales.
Por ello hicieron la guerra: para alcanzar la libertad, creyendo que una vez conseguida ésta, podría implantarse la justicia efectiva sin importar la clase social, eliminarse la pobreza y asegurar las oportunidades para todos; desaparecerían así y para siempre la discriminación, la corrupción y el despotismo.
Los hombres que, gracias al movimiento iniciado en 1810, nos dieron patria y libertad, tenían muy claros los valores por los cuales luchaban y con los que deseaban construir un México diferente. Así lo entendió el padre Hidalgo cuando explicó que el nuevo gobierno, surgido de la Independencia, tendría como obligación fundamental “los altos fines que anuncia la prosperidad” de los mexicanos, como premisa obligada para poder dar inicio a nuestra “regeneración”, según lo señaló Morelos.
Con la Independencia se conseguiría la libertad, “lo más estimable y lo más precioso que puede tener el hombre”, como decía Miguel Hidalgo; porque ser libres es un derecho, un derecho inalienable concedido a todos los seres humanos por “el Dios de la naturaleza”, como repetía incesantemente el propio párroco de Dolores, razón por la cual Morelos sintió el deber de defender esa libertad “que nos concedió el Autor de la naturaleza, la cual es conveniente e indispensable para el bien de nuestra noble y generosa nación”.
Con la Independencia, se conseguiría la igualdad, virtud y derecho practicado desde siempre por Hidalgo, quien fue acusado por “la igualdad con que trataba a todos”, y que una vez estando al frente del movimiento, declararía “iguales a todos los americanos, sin la distinción de castas que adoptó el fanatismo”, igualdad que fue sentida y entendida de manera aún más perfecta y profunda por José María Morelos, con aquellas palabras inmortales: “Quiero que hagamos la declaración de que no hay otra nobleza que la de la virtud, el saber, el patriotismo y la caridad; que todos somos iguales, pues del mismo origen procedemos; que no haya privilegios ni abolengos”.
Con la Independencia, se conseguiría la justicia, asunto de capital importancia en toda sociedad y el primer reclamo de los ciudadanos. Del movimiento iniciado en el año de 1810, recibimos como herencia la claridad del pensamiento de Morelos. De él son estas palabras, que reflejan las aspiraciones de todo un pueblo: “que todo el que se queje con justicia, tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo defienda contra el fuerte y el arbitrario”.
Con la Independencia, se conseguirían buenas leyes, indispensables para garantizar la armonía social y la prosperidad. Hidalgo pedía “leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de cada pueblo”. Morelos, por su parte, depositaba su confianza en las buenas leyes: “Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”. Por eso, en la Constitución de Apatzingán quedó establecido que “La ley es la expresión de la voluntad general en orden a la felicidad común”.
Con la Independencia, se conseguiría un buen gobierno, puesto que si Hidalgo animó a sus feligreses a levantarse en armas contra el mal gobierno, ésta había sido la razón eficiente y práctica del movimiento. Por eso el cura de Dolores imaginaba que las autoridades emanadas de la Independencia nos “gobernarán con la dulzura de padres, nos tratarán como a sus hermanos, desterrarán la pobreza, moderando la devastación del reino y la extracción de su dinero, fomentarán las artes, se avivará la industria, haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestros feraces países”. Morelos, por su parte, hablaba de la “buena administración”, y sus ideas fueron recogidas y perfeccionadas por el Congreso de Anáhuac, el que, en su documento constitucional, plasmó una definición espléndida: “La íntegra conservación de estos derechos [igualdad, seguridad, propiedad y libertad] es el objeto de la institución de los gobiernos, y el único fin de las asociaciones políticas”.
Con la Independencia, se conseguiría abatir la pobreza, pues de otra forma, ¿para qué habrá exhortado el padre Hidalgo, la madrugada del 16 de septiembre, a sus huestes con estas palabras: “Mírense las caras hambrientas, los harapos, la triste condición en la que viven”? ¿Para qué convocar a los que él, con “ánimo piadoso”, llamaba “miserables”? Ésa era una de las preocupaciones centrales de Morelos, quien exigía moderar la opulencia y la indigencia, aumentar el jornal del pobre y mejorar sus costumbres.
Con la Independencia, se conseguiría que todos pudiesen tener educación, pues los que lo conocieron, aseguraron que la educación era el “delirio” del padre Hidalgo, ya que incesantemente repetía “que por mucho que hicieran los gobernantes, nada serían si no tomaban por cimiento la buena educación del pueblo, que ésta era la verdadera moralidad, riqueza y poder de las naciones”. Para Morelos, la educación resultaba ser la condición de existencia de la nueva nación al exigir que se impartiera a todos por igual: “que se eduque a los hijos del labrador y del barretero como a los del más rico hacendado”. Por eso, desde nuestra primera Constitución, la de 1814, quedó establecido este mandato supremo: “La instrucción, como necesaria a todos los ciudadanos, debe ser favorecida por la sociedad con todo su poder”.
Con la Independencia, se conseguiría la felicidad, no como una ilusión ni una quimera, sino como algo eminentemente práctico y tangible, como se atrevieron a postularlo los diputados que participaron en el Congreso de Anáhuac, bajo la inspiración de Morelos: “La felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad”.
Para alcanzar la Independencia y dar vida a todos estos sueños, era indispensable la unión, como lo deseaba el padre Hidalgo: “para conseguirlos —decía—, no necesitamos sino unirnos. Si nosotros no peleamos contra nosotros mismos, la guerra está concluida y nuestros derechos a salvo. Unámonos, pues, todos los que hemos nacido en este dichoso suelo”.
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