Por Juan Villoro
08 de mayo del 2015
Horror de los horrores: tenemos que votar. Lo que antes era una ilusión es ahora una pesadilla. Ningún partido goza de crédito, las propuestas son intercambiables y los candidatos parecen capaces de violarlas.
Nuestra democracia no es un modo de solucionar conflictos, sino de perpetuarlos. La clase política requiere de su propio fracaso para hacer enmiendas, alianzas, reformas a las reformas. Si el negocio está en la respiración artificial, ¿quién quiere que el paciente reviva?
En esta industria del conflicto, mantener las tensiones permite que cada asunto no resuelto sea una "ventana de oportunidad".
Voté por primera vez en 1976, cuando sólo había un candidato a la Presidencia, José López Portillo. Ese México de Partido Oficial se resquebrajó y en 1997 los habitantes del Distrito Federal descubrimos el asombro de elegir. Bajo la histórica conducción de José Woldenberg, el IFE organizó elecciones confiables y convirtió la credencial de elector en documento de identidad. La competencia fue posible. Por desgracia, en poco tiempo esta novedosa actividad cobró una dinámica autónoma, alejada de la gente. El domingo de elección somos poderosos; el San Lunes de reparto, no contamos.
La democracia representativa se sanciona en las urnas: el elegido que traiciona a los suyos pierde el favor del pueblo. Esto, que suena tan bien, no es cierto en México. Ante la imposibilidad de ser reelectos, los profesionales de la grilla aprovechan su gestión para conseguir otro trabajo en el aparato. Amparados en el fuero y en la opacidad de las declaraciones patrimoniales, hacen negocios y amarres, tejen su tela de araña. Si se ven tocados por el escándalo, casi nunca hay castigo. Como una sanción puede servir de precedente para otras, los legisladores se unen para protegerse. Del orden monolítico pasamos a una confederación de oportunismos que aprueba presupuestos descomunales para reforzarse a sí misma.
Una democracia sin vigilancia ni sanciones ciudadanas es un cheque en blanco con valor de tres o seis años. Al cabo de esa etapa de estropicios, la voluntad popular rara vez sirve de tribunal, pues el político en descrédito ha hecho suficientes pactos para reinsertarse en el sistema como funcionario. El lugar más elevado para este reciclaje es el gabinete, donde los secretarios sólo responden al Presidente.
En sus primeros años, el IFE fue un insólito oasis de confianza en un país sin apego a la ley. La boleta electoral nos enfrentó ante la fabulosa posibilidad de elegir y la zozobra de no encontrar un destino para ese privilegio. El mecanismo superaba a los candidatos; a tal grado, que daban ganas de votar por el IFE.
Ahora ni siquiera hay esa ilusión: ante las elecciones organizadas por el cuestionado INE, dan ganas de votar por el IFE.
En un excelente artículo publicado en El Universal, Emilio Lezama habla del cinismo del Partido Verde, que miente sin tregua, cobijado por un orden político donde el castigo no le afecta. Estamos ante un bullying político altamente productivo: "Voltaire decía que el Sacro Imperio Romano no era ni sacro, ni imperio, ni romano, algo similar ocurre con el Partido Verde Ecologista: no es ni partido, ni verde, ni ecologista. Al menos no en un sentido tradicional [...]: el elemento político únicamente le interesa en su sentido más pragmático y empresarial: como una moneda de cambio. De allí que violar las leyes le sea tan redituable. En los últimos meses ha acumulado 11 sanciones cuyo monto total es de alrededor de 200 millones de pesos, pero las últimas encuestas a diputado federal ponen al PVEM con 7% de la intención de voto (Mitofsky), un capital político que será indispensable para el PRI en los tres años que le quedan al gobierno de Peña Nieto".
El Partido Verde ha entendido a la perfección las posibilidades picarescas de nuestra democracia. Su conducta no representa una anomalía, sino la exacerbación del mecanismo.
En un país donde el gobierno llama "verdad histórica" a la falta de información sobre Ayotzinapa, no es de extrañar que los infundios capten al 7% de los votantes. Pero el PVEM no se incrustó en la Cámara por razones paranormales; es un elocuente resultado de la nueva industria del conflicto.
Mientras no cambiemos de democracia, iremos a votar como los héroes griegos: con los ojos abiertos hacia el abismo.
Leer más: http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/editoriales/editorial.aspx?id=62159&md5=61eccfbb14c1a8f357fcb79b5bd42100&ta=0dfdbac11765226904c16cb9ad1b2efe&lcmd5=494e825a4b859a2c1691b1c31932b4b4#ixzz3ZhfO1F2A
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