Por Juan Villoro
Reforma.com
04 de septiembre 2015
Después de dos horas de ejercer la demagogia, Enrique Peña Nieto criticó la demagogia.
No fue un gesto de autocrítica porque el Presidente aún no muestra esa facultad. Si en plena intoxicación retórica, López Portillo se refirió a los "zaratustras" y los "enanos del tapanco" que minaban su gestión, Peña Nieto relegó a sus críticos al neblinoso rubro de "populistas" y los describió como conspiradores llenos de odio que buscan destruir al país.
Encomió la tolerancia, que por lo visto considera sinónimo de autoelogio, pues quienes "alientan la insatisfacción" le parecen destructivos. Sin dar ejemplos ni ajustarse al rigor histórico, hizo un extraño resumen de tiempos convulsos en los que el descontento llevó a la desgracia: "En esos episodios, la insatisfacción social fue tal, que nubló la mente, desplazó a la razón y a la propia ciudadanía; permitiendo el ascenso de gobiernos que ofrecían supuestas soluciones mágicas". ¿A qué se refería? Si no se tratara del tercer hombre más poderoso del país, después de Carlos Slim y El Chapo Guzmán, descartaríamos el mensaje por su vaguedad. Obligados a atender al jefe del Ejecutivo, entendemos esto: la discrepancia nubla la mente y abre el camino a gobiernos delirantes. ¿Alude a la Revolución mexicana, pretexto original de su partido?
Interpretada desde el presente, la frase parece una sencilla advertencia: "No hagan olas". Aunque el país se caiga a pedazos, es mejor no protestar porque eso podría entregarnos a los hechiceros que se hacen pasar por políticos. ¿Se puede ser más elemental? Precisemos la pregunta: ¿Se puede ser más irrespetuoso con la gente que sufre y trata de convertir su indignación en una forma de cambiar la realidad? En vez de ofrecer un cauce cívico para el justificable desasosiego, el Presidente condena a los insatisfechos que erosionan la "confianza en las instituciones". Lo hace como si éstas debieran respetarse "porque sí" y no por su funcionamiento. Al hablar de ese modo, rebaja la institución que representa.
El informe arrancó con temas candentes: Ayotzinapa y la fuga de El Chapo. Fue importante que esos asuntos no se evadieran. Sin embargo, no se dijo nada de los responsables. Los agravios fueron tratados como cataclismos, no como ultrajes sociales que obligan a rendir cuentas.
Durante hora y media -parte medular de un discurso de dos horas- Peña Nieto brindó un aluvión de cifras que, al no poder ser contrastadas ni analizadas con calma, poco significan. Las cantidades y los porcentajes tenían como fin anunciar que algo se hacía "por primera vez" para incrementar la grandeza nacional. Cuesta trabajo aceptar ese autobombo, entre otras cosas porque el dignatario se dirigió a un pueblo que, extrañamente, vive en la realidad, donde el reiterado anuncio de que bajarán los precios de la electricidad contrasta con el aumento de las boletas.
Afecto a los números que aparentan exactitud y carecen de sustancia, el Presidente lanza iniciativas que suenan bien pero significan poco. Resulta loable que proponga un programa de austeridad para el gobierno. Sin embargo, no dijo cuál será su alcance ni cómo se llevará a cabo. Si se desea evitar gastos inútiles, Peña Nieto podría empezar por su propaganda. Los gastos combinados de Comunicación Social de la Presidencia y la Coordinación de Opinión Pública son superiores a los presupuestos de Canal 22 y TV UNAM juntos. Lo primero que debería recortarse es ese dispendio, pero vivimos en un país de las paradojas donde el gobierno derrocha para anunciar ahorros.
La creación de la Secretaría de Cultura sin duda es positiva. Habrá que ver si se trata de un mero cambio administrativo o si en verdad se impulsa el quehacer cultural. El mismo gobierno que recorta presupuestos a Conaculta propone la creación de una entidad superior para la que acaso no tenga recursos. Lo decisivo no son los cambios de nomenclatura, sino las acciones. Hace falta una política cultural más incluyente, que permita el acceso a numerosos sectores de la población. Si la reforma educativa significó un reacomodo laboral ajeno al mejoramiento de planes de estudios, la creación de la Secretaría de Cultura puede significar una simple mudanza de oficinas o, peor aún, un incremento de la burocracia cultural, de por sí asfixiante.
"No son las mentiras francas sino las refinadas falsedades las que entorpecen la expresión de la verdad", escribió Lichtenberg en el siglo XVIII. Durante dos horas el Presidente presumió de mover a México. Faltó decir que lo mueve hacia abajo.
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